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pero no de vender.
-Cuatro páginas

-Eventos en la historia de la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa Griega

-Amigo ateo, escéptico o censor del “cristianismo”, las sanguinarias “cruzadas” no figuran en la historia de la verdadera iglesia de Dios. Esta nunca porta armas carnales en la propagación o defensa de su fe. “Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne; porque las armas de nuestra milicia no son carnales…” (2 Corintios 10:3-5).

La desastrosa "Cruzada de los campesinos"

Pedro el ermitaño, instigador principal

 
Pedro el ermitaño, con el patriarca de la Iglesia Ortodoxa Griega, en Jerusalén. Este ermitaño, "convertido en perfecto fanático", como dice el historiador Edward Gibbon, regresó a Europa, donde, con el respaldo del Papa Urbano II, inspiró y retó a la gente de Europa a rescatar a Jerusalén del dominio de los musulmanes. www.z.about.com 

Los sucesos según el renombrado historiador Edward Gibbon

Traducido del libro “El decaimiento y fin del Imperio Romano”, Tomo II, por Edward Gibbon. Publicado por la Enciclopedia Británica, Inc., Chicago, Londres, Toronto. Esta obra integra la serie “Libros grandes del mundo occidental”.

[Año 1096 d. C.]

Edward Gibbon escribe:

“Aproximadamente veinte años después de conquistar los turcos a Jerusalén, visitó el sepulcro sagrado un ermitaño llamado Pedro, natural de Amiens, en la provincia de Picardía, de Francia. Su resentimiento y simpatía fueron excitados por las heridas que él mismo recibió y por la opresión del nombre ‘cristiano’; mezcló sus lágrimas con las del patriarca (oficial de la iglesia oriental, residente en Jerusalén, bajo el dominio de los árabes), inquiriendo fervientemente que si no se podía esperar socorro de parte de los emperadores griegos del oriente (Es decir, de los emperadores del Imperio Bizantino, sinónimo del Imperio Romano del Oriente). El patriarca descubrió los vicios y la debilidad de los sucesores de Constantino (el Grande). ‘Yo despertaré a favor de su causa’, exclamó el ermitaño, ‘a las naciones marciales de Europa’, y Europa obedeció al llamado del ermitaño. Atónito, el patriarca le dio permiso para retirarse, entregándole epístolas de recomendación y también de quejas (contra los musulmanes), y tan pronto arribara en Bari, Pedro corrió a besar los pies del pontífice romano.

Bajito de estatura, su apariencia era despreciable, pero sus ojos eran vivos y penetrantes, y poseía aquella vehemencia de expresión la que rara vez no imparta convicción de alma. Nació de una familia noble, cumpliendo su servicio militar bajo los condes vecinos de Boulogne, (futuros) héroes de la primera Cruzada. Pero, pronto renunció la espada y el mundo, y, suponiendo cierto que su esposa, nobleza aparte, fuera vieja y fea, bien pudiera él haber abandonado con menos desgana su cama para ir a un convento, y a la larga, a una ermita. En medio de esta soledad austera su cuerpo se enflaqueció, su imaginación se inflamó; lo que deseaba, eso creía, y lo que creía lo veía en sueños y revelaciones. El peregrino llegó de Jerusalén convertido en perfecto fanático. Ya que sobresalía en la locura popular corriente (Se trata de la obsesión que cundía en el Occidente en el Siglo XII de invadir y conquistar al Oriente), el Papa Urbano II lo recibió como profeta, aplaudió su designio ‘glorioso’, prometió respaldarlo en un concilio general y le animó a proclamar la liberación de la Tierra Santa.

Vigorizado por la aprobación del pontífice, este celoso misionero atravesó con rapidez y éxito las provincias de Italia y Francia. Su dieta fue abstemia, sus oraciones largas y fervientes, y las limosnas que recibió con una mano, las repartió con la otra; andaba con la cabeza descubierta, pies desnudos y su flaco cuerpo envuelto con una prenda rústica. Llevaba y enseñaba un crucifijo pesado, y el asno que montaba fue ‘santificado’, al parecer del público, por el servicio del hombre de Dios.

Predicó a innumerables muchedumbres en iglesias, en las calle y por los caminos. Aquel ermitaño entraba ya a un palacio ya a una casita de campo con la misma confianza, y la gente fue conmovida impetuosamente por su llamado al arrepentimiento y a las armas. Cuando pintaba un cuadro de los sufrimientos de los nativos (en Palestina) y de los peregrinos, todo corazón se derretía de compasión; todo pecho enardecía con indignación cuando él retaba a los guerreros de aquel tiempo a defender a sus hermanos y rescatar a su Salvador. Su ignorancia de arte y lengua fue compensada por sus suspiros, lágrimas y exclamaciones; y Pedro suplió la deficiencia de razonamiento con frecuentes apelaciones sonantes a Cristo y su madre, a los santos y a los ángeles del Paraíso, con quienes ‘había conversado personalmente’ (Es decir, según creía.) El más perfecto orador de Atenas bien pudiese haber enviado su éxito y elocuencia: el rústico entusiasta inspiró (en otros) las pasiones que él mismo sentía, y la cristiandad aguardaba con impaciencia los consejos y decretos del supremo pontífice (al respecto).”

 

[Año 1096 d. C. La “Cruzada de los campesinos”. Persecución y matanza de judíos en Europa por los cruzados. Los turcos aniquilan a la gran mayoría de los seguidores de Pedro el ermitaño y Walter el Indigente.]

“El 15 de agosto había sido fijado por el Concilio de Clermont para la salida de los peregrinos, pero una multitud de plebeyos, atolondrados y necesitados, se adelantaron, y contaré brevemente las calamidades que infligieron y sufrieron antes de abordar la empresa más seria y exitosa de los caudillos (de la primera Cruzada). Temprano en la primavera, desde los contornos de Francia y Lorraine, aproximadamente sesenta mil del populacho, de ambos sexos, se acercaron en rebaño al primer misionero de la cruzada, presionándole, con importunidad clamorosa, a llevarlos al sagrado sepulcro (en Jerusalén). El ermitaño, asumiendo el carácter de general, pero sin contar con la habilidad o autoridad para ello, impelió, o acaso obedeciera, el impulso hacia delante de los devotos, enfilándose por las riberas de los ríos Ródano y Danubio. Sus necesidades y gran cantidad de integrantes los compilaron pronto a separarse, y su lugarteniente, Walter el Indigente, un soldado valiente aunque necesitado, condujo una vanguardia de peregrinos, cuya condición se indica por la proporción de ocho señores a caballo por quine mil personas a pie.

El ejemplo y los pasos prematuros de Pedro fueron imitados por otro fanático, el monje Godescal, cuyos sermones habían convencido entre quince a veinte mil campesinos de las villas de Alemania. La retaguardia de este fue, a su vez, presionada por una manada de doscientos mil, la basura más estúpida y salvaje de la humanidad, quienes mezclaban con su devoción la licencia más brutal de rapiña, prostitución y borrachera. Algunos condes y señores, encabezando a tres mil montados a caballo, siguieron los movimientos de la multitud con el propósito de participar del botín, pero sus verdaderos líderes (¿Podemos dar credibilidad a semejante desatino?) eran un ganso y un cabro que iban al frente, a los que estos ‘dignos cristianos’ atribuían una infusión del espíritu divino.

Para estos, y otras bandas de entusiastas, la primera y más fácil guerra era la en contra de los judíos, los ‘homicidas del Hijo de Dios’. Las colonias de estos eran numerosas y ricas en las ciudades mercantiles de Moselle y Ródano, y bajo la protección del emperador y de obispos, disfrutaban del libre ejercicio de su religión. Muchos miles de aquella gente infeliz fueron pillados y masacrados en Verdún, Treves, Mentz, Spires y Worms, no habiendo sentido ella golpe más sangriento desde la persecución de Hadriano (emperador romano del Siglo II). Gracias a la firmeza de sus obispos, quienes aceptaron una conversión fingida o temporera, fue salvo un remanente; pero los más obstinados de los judíos confrontaron con su propio fanatismo el fanatismo de los cristianos, cerrando con barricadas sus casas, y lanzándose, con sus familias y riquezas, en los ríos o en las llamas, así frustrando la malicia, o al menos la avaricia, de sus enemigos implacables.

Entre las fronteras de Austria y la sede de la monarquía bizantina, los cruzados se vieron compelidos a atravesar un espacio de seiscientas millas (1002 kilómetros), los países desolados y salvajes de Hungría y Bulgaria. Hoy, la tierra es fértil y travesada por ríos, pero en aquel entonces la cubrían ciénegas y bosques, los que acaparan sin fronteras dondequiera que el hombre haya dejado de ejercer dominio sobre la tierra. Ambas naciones habían embebido los rudimentos del cristianismo. Los húngaros fueron gobernados por sus príncipes nativos; los búlgaros, por un lugarteniente del emperador griego. Sin embargo, su naturaleza feroz fue encendida por la más mínima provocación, y provocación más que suficiente fue dada por los primeros peregrinos. La cultivación de los terrenos hubiese sido lánguida e ineficiente entre una gente cuyas ciudades fueron construidas de paja y madera, las que fueron abandonadas en el verano para las tiendas de cazadores o pastores. El suministro pobre de provisiones fue crudamente demandado (por los cruzados), tomado forzosamente y consumido glotonamente, y tan pronto ocurriera el primer desacuerdo los cruzados dieron rienda suelta a su indignación y venganza. Pero, su ignorancia de país, guerra y disciplina los expuso a toda trampa. El prefecto griego de Bulgaria comandaba una fuerza regular; al trompetazo del rey de Hungría, entre un ocho y un diez por ciento de sus súbditos marciales prepararon sus arcos y montaron sus caballos. Su póliza fue insidiosa y su retaliación contra estos ladrones píos fue sin cuartel y sangrienta. Más o menos una tercera parte de los fugitivos desnudos, el ermitaño Pedro entre su número, se huyó a las montañas de Tracia; y el emperador (del Imperio Oriental), quien valoraba el peregrinaje y socorro de los latinos, los condujo, por jornadas seguras y cómodas, a Constantinopla, aconsejándolos a esperar la llegada de sus hermanos.

Por un poco de tiempo, recordaban sus faltas y pérdidas, pero tan pronto se recuperaran, gracias al trato hospitalario, fue inflamada de nuevo su cólera. Escocieron a su benefactor, y ni huertos, palacios o iglesias estaban a salvo de sus saqueos. Para su propia seguridad, Alexius (el emperador) los indujo a pasar a Asia, cruzando el Helesponto; pero su impetuosidad ciega pronto los animó a desertar la estación asignada y abalanzarse sobre los turcos, quienes ocuparon el camino a Jerusalén. El ermitaño, consciente de su vergüenza, se había retirado del campamento a Constantinopla; y su lugarteniente, Walter el Indigente, digno de mejor ejército, intentó sin éxito imponer orden y prudencia entre la manada de salvajes. Se desparramaron en busca de presas, tornándose ellos mismos en presa fácil para las artimañas del sultán. Regando un rumor según el que sus compañeros de vanguardia estuvieran recreándose con los botines de la capital (de Nicea, capital musulmán), Solimán tentó al cuerpo principal a descender a la llanura de Nicea. Fueron traspasados por saetas turcas, y una pirámide de huesos dilató a sus compañeros el lugar de su derrota. De los primeros cruzados, trescientos mil ya se habían perdido antes de ser rescatada siquiera una sola ciudad de los descreídos (musulmanes), antes de que sus hermanos más serios y nobles hubiesen completado siquiera preparaciones para su empresa.” (Páginas 381-387. Extractos)

 

La siguiente información se encuentra en www.wikipedia.org, en el artículo, en inglés, “People’s Crusade”.

“Del campamento a tres millas (cinco kilómetros) de distancia, donde el camino se introducía en un estrecho valle enarbolado, cerca de la villa de Dracón, aguardaba el ejército turco. Acercándose al valle, los cruzados marchaban ruidosamente y fueron sujetados de repente a una lluvia de saetas. Inmediatamente, cundió el pánico, y en el espacio de unos pocos minutos el ejército se volvía desbandadamente hacia el campamento. La mayoría de los cruzados fue derrotada; sin embargo, fueron perdonados los niños y los que se rindieron. Los miles de soldados que intentaron resistir fueron vencidos. Eventualmente, los bizantinos acudieron, poniendo fin al asedio. Unos pocos miles retornaron a Constantinopla, los únicos sobrevivientes de la “Cruzada de los campesinos”.



Integrantes de la “Primera Cruzada” encuentran los restos de multitudes de la “Cruzada de los campesinos” muertas por los turcos cerca de la ciudad de Nicea. Obra de Gustavo Dore.
www.all-art.com

 

Nota del traductor Homero Shappley de Álamo. El Sr. Edward Gibbon recoge, a menudo, conceptos o pensares de algunas personas o entidades introducidas en su gran obra, expresándose de tal manera que el lector bien pudiera concluir que el escritor se solidarizara con ellas, no siendo así su verdadero sentir. Para mayor claridad, encerramos algunas expresiones de esta categoría entre los signos ‘…...’. En la siguiente oración, se ennegrecen ejemplos. “Por un tiempo, la ciudad de Edesa resistió los asaltos de los persas, pero la ‘ciudad escogida’, la ‘esposa de Cristo’, también cayó en la ruina común, y su ‘semejanza divina’ fue reducida a esclava y trofeo de los incrédulos.” “Ciudad escogida… esposa de Cristo… semejanza divina” eran conceptos que algunos cristianos del Siglo VIII tenían de la ciudad de Edesa, no compartiéndolos el escritor Gibbon. 

 

 

  

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