Angelo Clareno describe una sesión
de tortura inquisitorial.

Año 1304 d. C. Italia.

 

Fordham University Center for Medieval Studies. Paul Halsall. Enero, 1996.
De una translación del original por David Burr.

.
Traducido del inglés por Homero Shappley de Álamo.

 

corde

 

 

1. Angelo Clareno, nacido c. 1250, falleció en el año 1337. Alrededor de 1274 d. C., Angelo Clareno se unió a la orden de los franciscanos, aliándose con el grupo conocido como los “espirituales”, el cual fue perseguido por la jerarquía católica romana.

Encarcelados él y otros de su grupo durante unos cuantos años, fueron librados por el nuevo ministro general Raymond Geoffroi.

Buscando refugio en distintos lugares, incluso Grecia, volvieron por fin a Italia, donde, al tiempo, cayeron en manos del inquisidor Tomás de Aversa y el rey Carlos II.

A continuación, Angelo Clareno describe una sesión de tortura inquisitorial que tomó lugar cerca del año 1304 d. C.

2. “Entonces, el Señor Andreo escribió al inquisidor informándole que personas dignas de confianza le habían dicho que entre todos los que el inquisidor [Tomás de Aversa] había capturado figuraba un solo lombardo. Le aconsejó que atendiera a su puesto inquisitorial. Le aconsejó, como buen amigo, a adherirse a la verdad y cumplir con sus deberes, porque, de no hacerlo, no se haría justicia divina, como tampoco humana.

“Al leer el inquisidor la carta del Señor Andreo, se puso furioso, y concentró, vengativamente, toda su indignación e ira en los pobres hermanos sobre quienes tenía, en el momento, poder. Y envió a los hombres de aquel pueblo, los cuales amaban profundamente a los pobres hermanos, una citación a comparecerse ante él en la ciudad de Trevi después de cierto número de días, estipulando una multa fija como penalidad por no comparecerse.

“Llegando ellos en el día señalado, ordenó que fueran encerrados en una cisterna, reteniéndolos allí durante cinco días, no habiendo más ventilación que si los hubiese encerrado en un tonel de vino, ni siquiera permitiendo que salieran para hacer sus necesidades.

“Pasados los cinco días, el nuevo Dacio [Se alude al emperador romano Dacio, perseguidor de la iglesia.], actuando apresuradamente, tenía habilitado cierto lugar en la ciudad donde los prisioneros pudieran ser torturados por sus verdugos.

“Pero, al comprender que el obispo y otras personas importantes de la ciudad no veían con buenos ojos el espectáculo de la tortura de tales hombres, cambió de parecer, y pasando por Boiano, ascendió al castillo de Marinando, un lugar remoto gobernado por un señor suficientemente cruel como para conspirar juntamente con él en sus planes malvados.

“Allí, los prisioneros, a los que el inquisidor había arrastrado tras sí en cadenas y quienes se encontraban exhaustos por el viaje, los puso bajo fuerte vigilancia.

“El siguiente día, los visitó, y comprometiéndose mediante un juramento terrible, dijo: ‘A menos que confiesen en mi presencia que son herejes, que Dios me haga esto o aquello si no los mato a todos ustedes aquí mismo con una variedad de torturas y tormentos. Mas si confiesan delante de mí, como se los pido, que yerran, o que erraron, en alguna que otra cosa, les daré una penitencia ligera, poniéndoles en libertad inmediatamente’.

“Los hermanos replicaron que él no debiera pedirles que dijeran algo que no fuera la verdad; que al decir una mentira tan vil, esto resultaría en la muerte de sus almas y una ofensa hacia Dios.

“El furioso inquisidor, seleccionando de entre ellos a uno que parecía más ferviente que los demás y que era sacerdote, ordenó que fuese torturado.

“Entrando el torturador con sus asistentes, amarraron a espaldas las manos del prisionero. Luego, mandó que lo levantaran, a través de una polea fijada al techo de la casa, el cual era muy alto. Después de suspendido el prisionero allí durante una hora, de repente soltaron la soga. La estrategia era que el reo, quebrantado por el dolor intenso, fuese vencido y que confesase que había sido hereje. 

Habiéndolo izado y dejándolo caer repetidas veces, le preguntaron que si confesaría que era, o que había sido, hereje. Respondió él: ‘Soy un fiel cristiano católico; siempre lo he sido, y siempre lo seré. Si dijere otra cosa, no deberían creerme, pues lo hubiese dicho solo para evitar esta tortura. Que sea esta mi confesión perpetua para ustedes, porque es la verdad. Cualquier otra cosa sería una mentira extorsionada por tortura’.

No estando en sus cabales a causa de su ira, el inquisidor ordenó que vistieran al prisionero en una túnica corta, y que lo metieran primero en un baño de agua caliente, luego en uno frío. Entonces, atando una piedra a sus pies, le izaron de nuevo, manteniéndolo ahí por un tiempo, y soltándolo de nuevo, mientras hincaban en sus espinillas juncos tan agudos como espadas. Una y otra vez, fue alzado, hasta cuando, la vez décimo tercera, se partió la soga, y se cayó desde una gran altura, con la piedra aún atada a sus pies. 

“Mientras estaba parado aquel destructor de los fieles, mirándolo, la víctima permaneció postrada allí casi sin vida, con su cuerpo destrozado. El siervo de aquel hombre traidor tomó el cuerpo, echándolo en un pozo séptico.

“Pese a ser un hombre instruido de familia noble, la furia de aquel inquisidor lo volvió tan loco que comenzó a infligir tortura con sus propias manos.

“Sucediendo que uno de los hermanos, al ser designado para ser torturado, se encomendara fervientemente a Cristo, el inquisidor se volvió tan demente que golpeó al hombre en su cabeza y cuello. Le dio tan duro al hombre que lo echó al suelo como una bola. Al hombre le dolió su cabeza por días después, retiñéndose sus oídos.

“A otro hermano le amarraron su cabeza en presencia del inquisidor, apretando los torturadores los cordones hasta escuchar romperse los huesos del cráneo, después de lo cual terminaron la tortura, teniéndolo por muerto y llevándoselo.” 

Fordham University Center for Medieval Studiess. Paul halsall. Enero, 1996.

 

 


 

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